Venezuela: la gran tarea es parar la deconstrucción
El país está deshilachándose. Nos preguntamos si se podrá detener la deconstrucción que alienta las propuestas gramscianas posmarxistas y la fuerza arrasadora de las identidades separadoras.
Cualquier balance diría que tenemos una oposición que pregona la vuelta a la democracia y el respeto al Estado de Derecho pero que no encuentra el camino para superar los individualismos extremos, para abandonar la exaltación de lo que separa y privilegiar lo que nos une.
Existen briosos grupos regionalistas plenos de nobleza y sanos intereses que quieren independizarse sin aludir a una base común unitaria o un concepto básico de una nación que nos identifica ante el mundo. Imposible no conmoverse ante millones de seres en franca huida, dominados por la idea de que todo está perdido y que no hay esperanzas, sin saber que huir es aflojar la presión al régimen que los ha expulsado.
Arrastramos nuestra existencia frente a un poder que pretende torcer nuestras bases culturales, políticas y sentimentales e imponer un colectivismo empobrecedor, indeseado y fracasado en todas sus experiencias universales, jamás han podido mostrar un solo ejemplo de consagración, verdad y felicidad en el mundo. Deberían nombrar aquellas regiones o pueblos donde han logrado un avance para la humanidad.
Todos caminos inconclusos manteniéndose en el borde del precipicio frente a un poder sostenido por sólidos pilares, la subordinación de la ley y de sus ejecutores al designio del centralismo totalitario. Banalizar el significado de carecer de jueces que garanticen la igualdad frente a la ley, en su riguroso sentido. Desconocer el poder fáctico de la conversión de las fuerzas armadas en guardianes de la instalación ideológicas de ideas antidemocráticas, rechazadas por las grandes mayorías.
Frente a esta creciente fragmentación, que por demás cunde en casi todo Occidente, es urgente encontrar los espacios humanos irremplazables, aquellos en los cuales nos reconocemos por nuestros actos y pensamiento como parte de un país, un pueblo y una cultura.
Sabemos que en nuestros hogares aún se reverencia la presencia del padre y la madre, se aprecia el valor del maestro que educa a los hijos, los médicos y enfermeras que incurren en sacrificios por salvar nuestra salud y al vecino con quien dialogamos y reconocemos como parte de nuestra cotidianidad. Cosas que no están ocurriendo en otras sociedades. Hay muchos motivos y valores que nos unen. Las personas que se suman a una diáspora desesperada no las encontrarán en otras partes. Afuera será difícil que les abran las puertas y los reconozcan como parte de las comunidades y familias.
Se trata de ser agudos y creativos. Podemos empezar por pregonar que no vale la pena partir a sitios extraños donde difícil y penosamente seremos acogidos, gastar nuestro tiempo en luchas pírricas y por el contrario emplear esfuerzos y sacrificios en nuestro propio país. Por qué no pensar que, aunque sea tan duro reconstruirse en un país donde el régimen en el poder prefiere que nos marchemos a permanecer, decidamos resistir, lo cual siempre será mejor que enfrentar el Tapón del Darién.
Emprender cualquier actividad económica, aunque parezca imposible, que nos permita sostenernos y resistir. Si fuésemos muchos los que nos quedamos o volvemos la posibilidad de lograr cambios se haría mucho más factible.
Si aceptamos que aun siendo iguales somos diferentes, podemos convivir. Ni la raza, ni la religión, ni el sexo pueden más que la introyección de nuestra dignidad humana. Podemos ser iguales, aunque distintos, pero reconociendo nuestra vital pertenencia al género humano, albergamos en una divina comunidad nuestro poder racional frente al espiritual y casi siempre preferimos las nociones que emanan del alma antes que aquellas hijas de la fría lógica. Hasta una computadora puede ser revestida de poder para tomar decisiones lógicas, esas dependen de las premisas, pero nunca podrá exaltar lo trascendente que significa ser humano, capaz de elegir, decidir, rechazar, amar e inventar.
Se trata entonces de encontrar un camino de unidad salvadora frente al aplastamiento de los conceptos y fuerzas que respaldan la separación. Emprendedores y trabajadores con respeto mutuo pueden construir grandes empresas que beneficien a ambos. Es mentira que el beneficio del empresario se desprende del asalto a las oportunidades del trabajador. Ambos son compañeros de rutas, nuestras leyes y tradiciones tienen que mostrar que son compañeros de ruta y no adversarios.
El país, nuestro liderazgo, puede parar la deconstrucción que se extiende como un virus con una estrategia difícil de derrotar: ocupan los corazones y la mente de los individuos en paz, revestidos de un falso humanismo, como pretenden Bóric y Petro. Ya conocemos los resultados aquí y en el mundo socialista.
Sin embargo, es ineludible reconocer errores, los gobiernos de naturaleza democrática, portadores de principios liberales, defensores del Estado de Derecho, de libertad económica y política tienen que lograr que estos principios se abran, expandan. No son privilegios. Son deberes y derechos que forman parte de nuestro mundo espiritual, valores y conceptos indelegables de nuestra dignidad como seres humanos venezolanos.