¿Reconciliación o cohabitación?
En medio de situaciones, que no son menos difíciles ni trágicas porque para algunos hayan mejorado las perspectivas económicas, es patética la fragmentación de las fuerzas opositoras, que no sabemos más si podemos llamar democráticas.
Ha habido cartas y contra-cartas enviadas al presidente de los Estados Unidos, quien, a diferencia de lo que ocurre en regímenes personalistas y autocráticos, pues en países con separación de poderes se requiere de procesos institucionales complejos, no es la persona que suspende o mantiene sanciones contra representantes del gobierno ilegítimo y usurpador presidido por Maduro en Venezuela.
Estas misivas públicas, así como las numerosas respuestas que han provocado, han puesto de manifiesto la pérdida de orientación o falta de brújula de los líderes económicos, intelectuales y dirigentes políticos que dicen representar a los ciudadanos, y no precisamente para afianzar una estrategia unitaria a favor de la democracia. Ni para abogar por los presos políticos. Venezuela bajo la férula de Maduro es sin duda, por sus relaciones con los peores regímenes del planeta, una amenaza a la seguridad hemisférica y de los Estados Unidos.
La primera carta, firmada por 25 personas, algunas dignas del mayor respeto, reconocen que las sanciones no son la causa de la emergencia humanitaria compleja que sufre el país, pero la han agravado. La segunda, impulsada por el dirigente en el exilio Antonio Ledezma, solicita, también inútilmente, que no sean eliminadas, sino que se amplíen dichas sanciones y se persiga a quienes, dentro de la camarilla criminal que controla el Estado, tienen hoy un alto precio en dólares por sus capturas.
Ninguna de las dos principales propuestas apunta al meollo del asunto ni busca resolver las condiciones estructurales que han destruido la vida diaria de los venezolanos y han impedido restaurar la confianza en un futuro mejor. Se ha puesto en evidencia que no es afán de reconciliación, ni cambio de modelo económico ni superar la actual concepción hegemónica del poder sino más bien, por fatiga o desesperanza de una crisis múltiple que no cesa y se agudiza, necesidad de “normalizar” una “catástrofe continuada”.
Se trata de concretar una cohabitación entendida como un “mal menor”. Prolongar la agonía de las mayorías más desasistidas es ceder al poder de facto y aceptar fortalecer al tirano. Es legitimar su permanencia con tal de reactivar algunas actividades económicas ¿A quién o a quiénes benefician? Lo peor, al buscar adaptarse hasta con obsecuencia para desentenderse de las implicaciones de seguir resistiendo en aras de la dignidad y la decencia, se impone la ética del “sálvese quien pueda”. Al claudicar, nos volvemos una sociedad de cómplices.
Las razones que sustentaron las sanciones, vigentes, unas desde el 2006, otras a partir de marzo de 2019, no han desaparecido. Apuntaron, por un lado, al gobierno chavista, por sus nexos con grupos terroristas, narcotráfico y crimen organizado internacional. Por otro lado, siguiendo el análisis de Luis Hartmann, a funcionarios identificados con la violación sistemática de los derechos humanos, corrupción, acciones antidemocráticas e indiciados por crímenes de lesa humanidad.
Las sanciones no son generales sino aplicadas a individuos incluidos en la denominada lista OFAC, o a instituciones como Pdvsa y sus empresas filiales o al Banco Central de Venezuela y sus operadores. Quedan excluidos, para beneficio de la población, rubros como los de alimentos, medicinas, equipos médicos, de uso agrícola y repuestos.
Por ello, no es cierto que afecten directamente a los ciudadanos, aunque ha sido un pretexto eficaz para justificar la incompetencia de quienes dominan manu militari las estructuras del Estado y han llevado el país a la ruina y a su población al éxodo, mucho antes de que se impusieran sanciones.
No habrá cambio verdadero sin democratizar verdaderamente el poder político; sin expandir la economía productiva sin alcabalas ni fiscalizaciones; sin rescate de las instituciones de contrapeso de los poderes públicos; sin que se reinstitucionalicen la salud, las instituciones de educación superior y el sistema educativo nacional en sus ciclos de educación preescolar, primaria y secundaria.
Es imprescindible reinstitucionalizar los servicios públicos; subordinar las fuerzas armadas y de orden público al poder civil; superar el militarismo recalcitrante y el abuso de poder. Solo así es posible acceder a principios claves de la práctica democrática: supremacía de la ley y Estado de derecho, hoy inexistentes en Venezuela.