Chile-Venezuela

Opinión | noviembre 2, 2020 | 6:26 am.

Chile ratifica la proposición de que “la realidad es lo que tú crees”. La realidad es la visión que tengas de ella. El físico teórico alemán Werner Heisenberg planteó que “lo que observa la ciencia no es la naturaleza en sí; es solo la naturaleza expuesta a nuestro método de interrogación”.

Viene al caso la amarga reflexión de Axel Kaiser cuando trata de entender qué ha sucedido en Chile – el país más exitoso de América Latina en décadas – y que muchos chilenos parecen no haber comprendido ni captado como una realidad. Kaiser describe con amargura los logros alcanzados por ese país austral, el milagro de haber reducido la pobreza sin haber acudido a prácticas populistas muy usadas por los gobiernos latinoamericanos (es decir, repartiendo comida, bolsas Clap; otorgando subsidios a diestra y siniestra; resolver el ancestral problema del hambre y la miseria con limosnas, oscureciendo sus raíces; la vulnerabilidad del derecho de propiedad, el intervencionismo estatal en la economía, y la negación a participar en una economía de mercado). Para tratar de entender esta paradójica destrucción ocurrida recientemente en su país, Axel recuerda uno de los 12 preceptos de Jordan Peterson en 12 Rules for Life, quien sugiere una regla de salud mental que Chile claramente no aplicó: compárate con el lugar en el que te encontrabas antes y no con el lugar en que están los demás.

Es una regla elemental. Mirar cómo hemos cambiado, superado o no. Los chilenos curiosamente comienzan a compararse con los estables reinos de Noruega y Dinamarca y opacan las sorprendentes muestras del cambio chileno, tal como recuerda Axel: “La inflación crónica, que había alcanzado un pico de más del 500% en 1973, cayó por debajo de 10% en la década de 1990 y por debajo de 5% en los años 2000. Entre 1975 y 2015, el ingreso per cápita en Chile se cuadruplicó hasta alcanzar los 23.000 dólares, el más alto de América Latina. Como resultado, desde principios de la década de 1980 hasta 2014, la pobreza se redujo de 45% a 8%”.

El caso chileno fue un verdadero “milagro económico”. Todos los indicadores lo muestran de una manera irrefutable. Quizás, lo más importante, es que no fue un crecimiento solitario de las ventajas de los  privilegiados. Todas las variables muestran que sectores tradicionalmente relegados y empobrecidos materializaron grandes logros, contrario a las consigna vociferadas en los destructivos actos de violencia ocurridos recientemente en Santiago.

Varios indicadores son testigos de estos logros: “En 1982 solo 27% de los chilenos tenía un televisor. En 2014, 97% lo tenía. Lo mismo ocurre con los refrigeradores (de 49% a 96%), lavadoras (de 35% a 93%), los automóviles (de 18% a 48%), y otros artículos. Todavía más importante es que la esperanza de vida aumentó de 69 a 79 años en el mismo período y el hacinamiento en las viviendas se redujo de 56% a 17%. La clase media, según la definición del Banco Mundial, aumentó de 23,7% en 1990 a 64,3% en 2015 y la pobreza extrema se redujo de 34,5% a 2,5%”.

Estos cambios trascendentales ocurren y quizás, lo más paradójico es que los autores de estos prodigios parecen no habérselo creído. Afirmación que se desprende de lo difícil que resulta aceptar, ante tales circunstancias, que la dirigencia chilena asuma la receta chavista de emprender una reforma constitucional.

Respaldados por este ejemplo de Chile y mirando a Venezuela es importante reconocer que la gran dificultad para salir de esta terrible crisis radica en el hecho de que la mayoría de los venezolanos conserven o tengan anclados en su corazones y cerebros vestigios de un  socialismo que pregone la redención de los más pobres, el fin de la miseria y la apertura de capacidades para todos. Verdades o metas que en ningún país del mundo dominado por gobiernos socialistas/marxistas han sido alcanzadas. No se lograron en los 15 países de la extinta Unión Soviética, en China comunista, en la Berlín comunista y muy cerca de nosotros en la Cuba de los Castro.

Esto nos confronta con el genio de Antonio Gramsci quien logró percibir, de forma incuestionable, que el centro de la dominación comunista de la humanidad no era más el manoseado concepto de “lucha de clases” sino otro diametralmente opuesto: la dominación a través de una hegemonía cultural, que no es otra cosa que una especie de metástasis de conciencia, que combina el odio con la compasión y trastoca las visiones de la realidad.

Gramsci murió en 1937. En los años sesenta sus prédicas comenzaron a penetrar en Latinoamérica. Surgen las nuevas izquierdas, la teología de la liberación, las organizaciones socialistas, el Grupo de Sao Paulo, el de Puebla, cuyas indudables raíces están sembradas en la subyugación ideológica a la teoría marxista del valor, sin fusiles y sin enfrentamientos de clases abiertos. Toman las calles, no se enconchan en montañas, no pretenden llevar a la hoguera a los capitalistas, pero sí a sus instituciones. Su tarea es penetrar pacíficamente la conciencia de universitarios e intelectuales, comunicadores, estudiantes y líderes políticos. En España, Podemos es el ejemplo.

Hoy vemos estos movimientos prendiendo fuegos en un lugar insospechado como Chile, dejando la espita del odio abierta, un salto del cierto pacifismo de la hegemonía cultural al desenfreno del odio contra todo crecimiento económico y modernidad. Queman autobuses modernos quizás para reemplazarlos por bueyes.

En síntesis, debemos estar prevenidos ante el regreso de la hegemonía cultural violenta. Es el arma más potente ideada por los comunistas: el odio disfrazado de justicia social. En Venezuela la superación del chavismo-madurísmo puede dejar candelitas prendidas de odio hacia los otros. La hegemonía cultural desplaza la lucha de clases como el leitmotiv de las batallas de los extremistas, teniendo siempre en cuenta que no es más que un nuevo ropaje del odio y destrucción, capaz de decapitar a Cristo y quemar iglesias.