Vergüenza debiera darles…
…pero decidieron perderla para poder vivir a gusto. Me refiero a los ministros del régimen que aceptaron con su cara muy lavada la afirmación hecha por el cabecilla de la banda acerca de que de ahora en adelante el embajador de Cuba iba a formar parte del Consejo de Ministros.
Todos, a una, asintieron con obediencia perruna esa decisión que se les imponía; la cual, a su vez, era una coerción que Raúl —el más conspicuo representante de la gerontocracia colonizadora cubiche— le impuso a su vasallo el usurpador ilegítimo. ¿No hubo ni uno solo de ellos que pidiera releer en gabinete, en voz alta, el artículo Art. 244 de la “mejor Constitución del mundo”? Aquel en el que se tipifica que “para ser Ministro o Ministra se requiere poseer la nacionalidad venezolana”.
Apartando ese tipo de redacción tan progre —que tanto entusiasma a los socialistas ignaros—, con exceso de especificación de los dos sexos para todos los cargos, y con demasía de mayúsculas, hay algo sustantivo a la soberanía que ha sido despreciado descaradamente en una cadena nacional de radio y televisión. Pero que los ministros prefirieron callar; quizá porque ya están acostumbrados: desde hace mucho les han sido impuestos viceministros y otros altos cargos nacidos en Cuba, quienes son los que dictan las líneas de acción del área.
Pero quien más soflama en la cara debiera tener es el MinPoPoDef, el tal Padrino, porque se presume que es el representante en dicho Consejo de Ministros de la Fuerza Armada Nacional, una institución “organizada por el Estado para garantizar la independencia y soberanía de la Nación”. Aunque durante su ya prolongada gestión ha sido cuando más pérdida de ambas ha sufrido el país. Es notoria la declinación del estamento militar tanto en su capacidad de defensa del territorio (no importa cuánto se vanaglorien de lo que han logrado en esto), como en la estima de la ciudadanía. Por decisión ejecutiva, ya no pasan de ser algo parecido a los ejércitos centroamericanos: un órgano destinado a amedrentar a sus paisanos con el empleo de la fuerza si se atreven a intentar ejercer sus derechos, exigir la rectitud de las ejecutorias públicas o poner en duda el pensamiento único que tratan de forzar desde hace ya largos veinte años. Y vuelvo a la pregunta que he repetido innumerables veces por aquí: si el socialismo es tan bueno, ¿por qué tienen que imponerlo a la fuerza?
La Fuerza Armada gozaba de admiración y de respeto; sus integrantes eran bien vistos y estimados socialmente. Porque el militar, además de institucionalista, correcto y —parafraseando una disposición reglamentaria que se ha repetido por más de un siglo— era “culto en su trato, aseado en su traje, marcial en su porte, respetuoso con el superior, atento con el subalterno, severo en la disciplina, exacto en el deber e irreprochable en su conducta”. Pero ya no más.
Ahora, cuando se les ve, los jefes van en sus camionetotas, rodeados de espalderos, disfrutando de las riquezas con las que han sido comprados desde los lejanos días del Plan Bolívar 2000. Y los subalternos —avergonzados por aquellos y sufriendo las mismas escaseces que el resto del pueblo— ya ni se atreven a salir a la calle de uniforme cuando salen de permiso. Solo lo emplean cuando son enviados a suprimir manifestaciones, a golpear a sus paisanos. Por eso, y por la estereotipificación, aquellos que antes gozaban de estima, respeto y hasta admiración, ahora son odiados, despreciados y objetos de befa.
Cuando este régimen caiga —porque ha de caer—, una de las tareas de la nueva administración deberá ser reinstitucionalizar a la Fuerza Armada. Y redimensionarla y, sobre todo, sacarla de la política. En su afán de evitar que nadie le hiciera sombra, Boves II empleo tres vías en el sentido contrario sin importarle el daño que le causaba a aquella: empezó por decir en cadena que “meritocracia” e “institucionalismo” eran malas palabras y procedió a acabar con ellas. Todos los oficiales que tenían ascendiente sobre sus compañeros y subalternos, que eran reconocidos por sus virtudes y conocimientos, fueron dados de baja, dejados sin cargo, enviados al exilio o puestos presos. Los reemplazó buscando en el fondo del barril, con los menos destacados, los menos virtuosos. Después, para diluir el mando y así evitar el surgimiento de un líder, atiborró de generales y almirantes al estamento militar. Luego, comenzó a corromperlos para tenerlos uncidos a su carro. Era (continúa siendo) una táctica chantajista, mafiosa: si te portas como digo, te llega mi dinero; si no, muestro la copia del cheque indebido, del documento comprometedor, y te pongo preso. Y, la guinda de la torta, inventó una fuerza armada paralela, más fiel al partido que a la nación: las milicias.
Nuevamente, la imposición cubana: convertir lo que era “una institución esencialmente profesional, sin militancia política”, en un organismo dúctil, cercano al partido, que facilite más la colonización: la milicia. Recientemente, circuló un radiograma en el cual, un chafarote encumbrado ordena que las plazas vacantes ocurridas en las unidades por la masiva deserción de oficiales y tropas que se sienten engañados, desilusionados, sean cubiertas por milicianos. Un par de años antes, el tirano mofletudo había asomado esa tendencia cuando le ordenó al comandante de la GNB (tan distinta a la GNV) dar de alta en ese cuerpo a otros tantos milicianos. Por cierto, por lo que se vio en la televisión, todos carcamales…
Por eso, insisto: hay que salir de esta gente que no demuestra vergüenza alguna en el desempeño de sus cargos. Y para eso, tenemos que estar unidos…