En un mundo multipolar, ganancia de dictadores

Opinión | agosto 1, 2021 | 6:26 am.

La sensación urticante y confusa de que vivimos -o naufragamos- en un mundo sin rumbo es hija de la post “Guerra Fría”, de los tiempos en que, demolido el “Muro de Berlín” y colapsado el Imperio Soviético, no emergió un unipoder democrático, liberal y capitalista que le imprimiera su sello a la sociedad sobreviviente de aquella confrontación a veces al borde, a veces alejada del abismo.

Todo lo contrario. Los Estados Unidos de Norteamérica, que era el polo vencedor de la “Guerra Fría”, compró el pronóstico del filósofo de origen japonés Francis Fukuyama de que había llegado el “fin de la historia” y muy a lo keynesiano, socialdemócrata y años 50, se dedicó a organizar el mundo de la “eterna democracia” y poner en auge una nueva versión del consumo que se hoy conoce como “los dorados años Clinton”.

Muy pronto el terrorismo islámico, Al Qaeda y Osama Bin Laden habrían de despertarlos del sueño. Pero solo para que la élite geopolítica recién instalada en Washington le asignara un significado regional y circunscrito a lo teológico (muy en la onda de otra profecía que hacía furor, “El Choque de Civilizaciones”, de Samuel Huntington) y llamara la atención de una muy desmejorada CIA -que ya no se pensaba necesaria para la seguridad de EEUU y el mundo occidental- para que se ocupara del asunto, tratando en lo posible de que no traspasara el Medio Oriente u otras latitudes de Asia y África.

Había conflictos locales también en los Balcanes, donde los países que se desprendieron de la ex Yugoeslavia comenzaron a separarse con guerras de un nuevo signo, las de “limpieza étnica” y “limpieza racial” (todo lo que después se bautizó como la “Guerra Asimétrica”) y enfrentamientos en el Cáucaso, en el propio territorio de la exUnión Soviética, el más notorio de las cuales es uno que todavía suena: el de Nagorno-Karabakh.

Pero la próxima alarma de que las tesis de la post “Guerra Fría” de Fukuyama y Huntington debían empezar rápidamente a revisarse vino del propio patio trasero de los Estados Unidos y sucedió la madrugada del 4 de febrero de 1992, cuando un grupo de oficiales de baja graduación salió de los cuarteles a derrocar al gobierno de una de las democracias más estables, prósperas y exitosas de la región, la de la República de Venezuela, cuyo presidente, Carlos Andrés Pérez, estuvo a punto de ser asesinado.

El sistema democrático venezolano venían resintiéndose desde hacía 10 años de políticas económicas con alta inflación, caída del poder adquisitivo del bolívar y de programas sociales paternalistas e ineficientes que desataron una ola de denuncias de corrupción que tocaban hasta a los más altos niveles del poder.

Pérez trató de modernizar la economía, desestatizándola y haciéndola más eficiente y productiva y justo en la onda de la muy de moda “economía de mercado” (casi un mandato del llamado “Consenso de Washington), adoptó un paquete de reformas inspirado en las recetas de FMI cuando casi todo el país como un bloque se le vino encima (empresarios, obreros, profesionales, estudiantes, intelectuales y campesinos) y apoyó a los golpistas que se presentaron como los auténticos “salvadores de la Patria”.

De cuál fue la reacción del gobierno que, después del venezolano, debía ser el más impactado por los sucesos de Caracas, el de EEUU, solo podemos recordar la llamada que la misma madrugada del 4 de febrero realizó el presidente George Bush, padre, al presidente Pérez, del respaldo “formal” que tanto él, como su sucesor, Bill Clinton, ofrecieron a la democracia venezolana y la condena y exigencias de un castigo severo para los militares que habían violado la Constitución y las Leyes..

Y eso que los golpistas -conjurados ahora en un grupete que se hacía llamar “Los Notables”-, siguieron la conspiración con armas y equipos civiles y no descansaron hasta forzar a Pérez a renunciar a la presidencia un año más tarde y se prepararon “ahora” para avanzar en la toma “pacífica” del poder (aunque solo lo lograron a medias) en el interinato que encabezó el historiador, Ramón J. Velázquez y en el segundo período del presidente, Rafael Caldera.

Pero en lo que se refiere a estudios, análisis e investigaciones cruciales que sin duda habrían revelado el carácter sistémico de la crisis que vivía la democracia en Venezuela haciéndola proclive a ser desvastada por una resurrección del marxismo en la región, de ese tema no se conoce nada y, mucho menos, si los estrategas de Washington se enfocaron en determinar si se trataba de un grupo de golpistas nacionales, circunscritos al ámbito puramente local y no de agentes de un movimiento regional y global que se proponía restaurar la “Guerra Fría”, y darle continuidad a la confrontación mundial que para ellos había conocido una derrota eventual y circunstancial a finales de los 80 y comienzos de 90, pero no el Waterloo definitivo y total que proclamaron Washington y otras democracias del mundo occidental.

La Venezuela post 4 de febrero del 92 con un nuevo y frustrado golpe de Estado el 27 de noviembre del mismo año, la salida de Chávez y los golpistas de la cárcel por un sobreseimiento de la causa por el presidente Caldera, así como la reincorporación de muchos de los oficiales y soldados acusados y condenados por su participación en el golpe a los cuarteles -sin contar la conversión de Chávez en un líder nacional y continental que ya hacia planes para tomar el poder por la vía electoral-, pudieron haber sido alarmas definitivas que movieran a EEUU, las democracias de la UE y América Latina a impedir la inmolación de la libertad y la democracia en Venezuela, pero todo continuó como en una escena de una tragedia griega: donde las víctimas van al sacrificio por mandato de los dioses y no hay poder terrenal que lo evite.

Imágenes teatrales y teologizantes que se rompieron en cristales sangrientos cuando, ya instaurados los golpistas en el poder de Venezuela con Chávez a la cabeza, el 11 de septiembre del 2001, tres aviones capitaneados por terroristas islámicos monitoreados desde Afganistán por Osama Bin Laden, chocaron contra el edificio del Pentágono en Washington y las Torres Gemelas en Nueva York, con un saldo de 3 mil personas muertas y un número aún no precisado de desaparecidos.

En otras palabras, que el fin de la post “Guerra Fría”, el fin de los años dorados de la “Era Clinton”, el fin del fin de la historia, le tocó enfrentar a un nuevo presidente de los EEUU, George Bush, hijo, quien emprendió dos guerras extranjeras que ganó en apariencia: la de Afgánistan para desplazar del poder el gobierno fundamentalista de los Talibanes que protegía a Al Qaeda y a Bin Laden, y la de Irak para derrocar la dictadura tenebrosa y veinteañera de Saddan Hussein, quien se vanagloriaba de financiar a los terroristas suicidas que atacaban a la población civil israelí.

Movilizaciones y victorias y derrotas en la dirección correcta, pero que olvidaban un flanco que irrumpía y crecía en el propio patio trasero de los Estados Unidos, en América Latina y cuyo rector y promotor era una nueva organización terrorista y socialista, el Foro de Sao Paulo, creado al otro día de la “Caída del Muro de Berlín” y del colapso del Imperio Soviético, el cual se unió a Chávez como primer profeta armado de la “Nueva Era” y lo secundó en la toma del poder en Venezuela a comienzos de 1999, para que, con la riqueza petrolera venezolana, rescatara a Cuba del naufragio y entre ambas, restauraran el populismo peronista en Argentina con la presidencia de Néstor Kirchner, aportaran los recursos para que el socialista, Lula da Silva, ganará la presidencia de Brasil y en la agenda seguían la toma del poder en Bolivia, Ecuador y Nicaragua, por los neototalitarios marxistas y comunistas, Evo Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega.

En otras palabras que, la “Guerra Fría” había regresado, reforzada ahora con la emergencia de China como el segundo poder económico mundial; Rusia que se apartaba de la democracia para regresar al tiempo del Imperio de los Zares y la UE, formación variopinta que enfrentaba ahora una nueva guerra: la invasión por parte de inmigrantes árabes islámicos que reclamaban el derecho de ciudadanía por ser nativos de los países de Asia y África que hicieron parte de los imperios francés, inglés y belga, hacía medio siglo.

Pero entretanto, EEUU, no se mantenía quieto y el presidente guerrero y republicano George Bush (2001-2009), fue sustituido por el pacifista y demócrata, Barack Obama (2009-2017), quien proclamaba que EEUU debía retirarse de los campos de batalla del mundo, aceptar los sistemas y gobiernos que estaban establecidos y reconciliarse con los países con los cuales se había querellado a raíz de sus alianzas con la desaparecida Unión Soviética.

Y así surgió el mundo multipolar, aquel desde donde de todas partes surgen jefaturas y comandaturas que, si son socios de los peores dictadores que aun gobiernan en el mundo, de sátrapas que vienen de la primera “Guerra Fría” o la han heredado, gente como Kim Jong-Un en Corea del Norte, Raúl Castro y Diaz Canel en Cuba, y Maduro en Venezuela, pues nadie los toca, o si se acuerdan de ellos es para aplicarles sanciones inútiles o aconsejarles que se porten bien.

Hasta 50 millones de personas son asfixiados y aplastados por dictadores que compiten con las bestias feroces de la NKGB y la Gestapo pero… silencio, esperemos que los pueblos se rebelen por su propia cuenta y convencimiento y sean ellos quienes conquisten la libertad.

Es uno de los predicamentos del mundo multipolar y por eso: ganancia de dictadores.