La libertad, un dilema

Opinión | febrero 5, 2020 | 6:26 am.

En el mundo, en unos cuantos países más o menos democráticos, o al menos que se declaran como tales, comunismo y nazismo son ilegales.


No está prohibido el estudio de sus doctrinas con fines informativos o científicos; lo vetado por la ley es su actuación política; tal como lo expone un alto vocero del gobierno ucraniano. «Ni su actividad, ni su nombre, ni sus símbolos, ni su programa y estatutos cumplen las exigencias de la Ley sobre la condena de los regímenes totalitarios comunistas y nacionalsocialistas». La disposición incluye, desde luego, la propaganda a su favor y exhibición de sus símbolos característicos,

El legislador consideró ambas ideologías correlacionadas e igualmente contrarias a los derechos humanos en varios de sus principios, entre ellos el racismo, piedra basamental del ideario nazi; la abolición del derecho a la propiedad privada y del emprendimiento individual propia del comunismo; la censura de la libertad de expresión en ambos y los expedientes escalofriantes de matanzas y represión comunes a los dos en su ejercicio del poder.

Considérese, además, que por ser falsas en su promesa de supuesta redención de los desposeídos se hacen nocivas en la formación de la conciencia sociopolítica de la colectividad y disponen de potencial deformador de la personalidad del individuo.

En cuanto al comunismo (o cualquiera sea la denominación que asuman −la más común, «socialismo»− con el fin de evitar esa palabra vuelta corrosiva, disimulando la intención), también debe tomarse en cuenta lo que la Historia revela diáfanamente. Todos los regímenes habidos sustentados en esa ideología han resultado fracasos monumentales. La teoría económica de Marx es errada. El pensamiento comunista atenta contra la competitividad natural del ser humano y así contra los principios científicos del evolucionismo. La administración del poder a partir de sus parámetros ha sido factor de retraso e involución de los pueblos sometidos a ellos; sus resultados palpables son miseria generalizada −exceptuada en la nueva clase dominante−, desesperanza, acentuación de la desigualdad social, represión en las todas sus posibilidades, violación de los derechos humanos. El caso más reciente, Venezuela.

Como se hace evidente a partir de la breve reseña de atropellos a la dignidad humana expuesta supra, los países en los que rige el veto: Polonia, Rumania, Corea del Sur, Estonia, Lituania, Checoslovaquia, entre otros, no lo han impuesto arbitrariamente ni con el propósito de vacunarse contra un posible coronavirus fatal que podría venir. Mejor sería decir que lo hicieron con la intención de evitar que un pasado atroz volviera a repetirse, por cuanto todos los europeos soportaron las botas soviética y de la Alemania nazi.

Algunos hechos son bastante conocidos gracias a la atención que le han prestado los medios. Difícilmente puede uno olvidar la Primavera de Praga, o las atrocidades soviéticas y nazis en Polonia durante la II Guerra Mundial. Tomemos a manera de muestra el caso de Ucrania, el último de los países en asumir esa disposición; su Rada Suprema (Parlamento) legisló sobre la materia en 2015.

Durante el pleno dominio comunista sufrió un proceso imperativo de rusificación; a tal efecto se prohibió la enseñanza del idioma nacional en las escuelas; monumentos y documentos históricos fueron destruidos; los cristianos católicos reprimidos y obligados, en ocasiones por la fuerza, a adoptar el cristianismo ortodoxo, a regañadientes admitido por los soviéticos.

Resistiéndose los campesinos ucranianos a la colectivización de las granjas impuesta por Stalin se impidieron los cultivos y los soldados rusos decomisaron o destruyeron las reservas de alimentos, ¡hasta los conservados en los hogares con fines del condumio familiar!, dando lugar a que en un país próspero y ubérrimo con razón llamado el «granero de Europa», ocurriera una hambruna que arrojó 1.5 millones de muertos. Según varios historiadores, fue un genocidio inducido cuyo responsable fue Stalin; se le conoce como el Holodomor.

No les fue mejor con los alemanes que invadieron su territorio durante la II Guerra Mundial; fueron sometidos entonces a una brutal política de ocupación; es suficiente decir que los ucranianos, para los nazis, eran una raza inferior; los etiquetaron Unternieschen, o sea, subhumanos.

El asunto es que el veto ideológico motiva controversia; algunos lo respaldan, considerándolo una sabia disposición; otros, aún siendo opositores a las ideologías totalitarias y aceptando que es comprensible a partir del panorama histórico reciente, se oponen; la aprecian excesiva por cuanto atenta contra uno de los fundamentales derechos humanos, el de la libertad de pensamiento y expresión. Es todo un dilema.

Los partidarios de la primera opción, el veto de las ideologías totalitarias, disponen de sólidos respaldos conceptuales. Un pensador de la talla de Marcuse (marxista crítico, con influencia psicoanalítica), al reflexionar sobre la libertad de expresión ilimitada dijo aproximadamente lo siguiente, y cito de memoria: Si las potencias de tendencia democrática en el oeste de Europa hubieran sido menos condescendientes con la propaganda nazi, quizá se habría evitado su empoderamiento, y con esto la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y sus demás horrores.

Su pensamiento se refiere a los nazis, pero igual puede aplicarse a cualquier otra ideología totalitaria. En efecto, ampliando el enfoque del mismo modo podríamos decir que si las democracias no hubieran sido permisivas con el indoctrinamiento por todos los medios llevado a cabo por los comunistas, y con las actividades proselitistas de ese movimiento, probablemente no tendríamos hoy comunistas en el poder ni regímenes de esa identidad destruyendo naciones enteras.

Otro pensador esencial contemporáneo, Karl Popper, aborda el tema bajo el rótulo Paradoja de la tolerancia.

Jugando con la redundancia, se pregunta: «¿Debe una sociedad tolerante tolerar la intolerancia?»

Los aludidos intolerantes responden: ¡Desde luego, respeten mis ideas!

Según Popper, la respuesta correcta a la interrogante es «No», y acota: «Cuando somos tolerantes con los abiertamente intolerantes, los tolerantes terminan destruidos y la tolerancia con ellos».

Porque, es verídico, cuando están en su empeño de lograr el poder los partidarios de pensamientos totalitarios reclaman a grito herido su derecho a la libertad de expresión, ¡pero es precisamente lo que primero bloquean para todos los demás en cuanto lo alcanzan!

El filósofo concluye: «Cualquier movimiento que predique la intolerancia y la persecución debe estar fuera de la ley [y] por más paradójico que sea, defender la tolerancia exige no tolerar lo intolerante».

A mi modo de ver, considero estas argumentaciones suficientes.

La libertad tiene su límite y este es el establecido por la Declaración de los Derechos Humanos. La generalidad de las naciones del mundo confirman este esencial documento, aunque solo algunos de sus gobiernos lo cumplen cabalmente; sin que la dictadura cleptocrática afincada en Venezuela se cuente entre estos; tal como acaba de demostrarlo prohibiendo la entrada al país de una delegación de CIDH de la OEA.

En consecuencia, debe ser identificada como ilegal y tratada como tal por la justicia toda actividad opuesta a la Declaración de los Derechos Humanos, De admitir la promoción y acción social de ideologías contrarias a ellos, entonces también tendrían derecho a promoverse y existir libremente otras formas de pensamiento y acción social aberrantes.

Confieso que, en lo personal, el asunto en discusión me conflictúa. Mi mentalidad libertaria me hala en una dirección, en la admitir la plena libertad de pensar y de difundir todo pensamiento; mi reflexión de madurez, aprendizaje intelectual y el debido a vivencias repugnantes ocurridas en mis tránsitos por países de régimen comunista, y por último, y más lacerante, la horrorosa experiencia personal en mi país vuelto añicos por un régimen narcotraficante, ladrón y genocida que se declara «socialista», me hala en sentido contrario. Y, aunque no sin pesar, admito que me llevan en su dirección.

De modo que, aunque resulte políticamente incorrecto, me apego al veto de las ideologías totalitarias, tomando como referencia la aludida Declaración de Derechos Humanos.