¿Gracia o desgracia?

Opinión | febrero 22, 2020 | 6:20 am.

Es insólito reconocer la degradación de la vida pública que ha padecido Venezuela. El país desapareció del mapa geopolítico. Y es triste admitir que toda la debacle que lo consumió comenzó al desnaturalizarse la función esencial de la escuela por decreto presidencial (Decreto No. 058), casi al inicio del mandato gubernamental, como resultado del proceso político-electoral de diciembre de 1998.

Desde entonces, el régimen comenzó a jugarse la soberanía de Venezuela mediante imposiciones que solo se dirigían a darle cabida al proselitismo del cual columpiaba la popularidad del gobernante y de la doctrina “revolucionaria”. Aducida ésta como libreto para el gobierno que se iniciaba. Así fue el debut del régimen estrenando el siglo XXI. Desde el principio, cada jugada lo puso en desventaja frente al resto de jugadores, todos representantes de los sectores políticos más pérfidos. Sectores éstos que rayaban con partidos políticos de la izquierda más putrefacta y visceral.

Así el Ejecutivo Nacional fue transformándose en un dominio de mandones bajo cuya intemperancia se hilvanaron criterios de improvisación con esquemas de represión. De manera que a medida que la resistencia que -desde un principio- se opuso a disposiciones gubernamentales, violatorias de derechos humanos aducidos por la Constitución de 1999, el país se volvió un insomnio. Aunque fue momento en el que se activó el conteo regresivo cuyo final anunciará (pronto) el cambio definitivo del horizonte nacional.

Hoy Venezuela está encallada. Lejos de avanzar, tiende a retroceder. Está en un estado de sumisión, postración y desastre. Sólo ha concebido necios, majaderos, gañanes e impúdicos. Quizás, fue el “hombre nuevo” al que hizo referencia el proyecto cívico-militar “(…) con el fin supremo de refundar la República para establecer una sociedad democrática (…)” (Del Preámbulo de la Constitución vigente).

Las condiciones que reporta buena parte del conglomerado que funge como funcionario, en cualquier nivel de la administración pública, roza con actitudes que tienden a parecerse a las de cualquier esperpento, monigote, agazapado o hablantín. Todos, con perfecta cabida, en cargos de gobierno cuyas exigencias coincidan la estulticia propia de quien mejor adopte un lenguaje soez y cantinero.

En la satrapía bananera que ha calcado la “revolución bolivariana” para emular el totalitarismo cubano se perdieron proyectos que fueron elaborados apostando a estadios de excelencia. Particularmente, dirigidos a alcanzar un desarrollo donde la reinvención se fundiera con oportunidades que permitieran al país avanzar entre las dificultades propias de la complejidad social, política y económica internacional.

Sin embargo, de un estado sibilino y retorcido, el país no pasó. Con la administración de gobierno que se tiene, tampoco ha podido. Su dinámica vacila entre las ordenadas y las abscisas de un mapa borrascoso.

Ahora Venezuela se alargó tanto como extensas son las colas o filas que por todas partes se advierten. Colas o filas tan interminables, como infinitas, son las idioteces que estructuran las decisiones elaboradas como líneas de gobierno. El tiempo no cuenta para eso. El régimen, presume que tanta ociosidad, será base firme para apuntalar el “país potencia” que prescribe el iluso “Plan de la Patria”. O “Programa patriotero”.

Cada “cola” es la expresión de un régimen que busca despedazar, “a paso de vencedores”, lo poco que queda de Venezuela. Colas todas que simbolizan la resignación que buscó el régimen consolidar a objeto de someter, a punta de migajas, al venezolano que rápidamente se acostumbra al maltrato, a la anormalidad y a la humillación que cae sobre sus espaldas, conciencia y ante su vista.

Colas todas que confunden en su realidad, pues son parte del dilema que infunde aplicar un desarrollo nacional dirigido o a la derecha, o a la izquierda. Quedarse en centro, es vararse. Tal como está ahora Venezuela. Sin embargo, queda latente preguntarse si acaso dichas colas son muestras fehaciente de una recurrente e indigna realidad. Serán entonces una ¿gracia o desgracia?